03 febrero 2007

La memoria que quiso matar el fuego

Venerado como objeto cultural, el libro y su santuario, la biblioteca, han padecido ataques y devastaciones. Aquí, la reseña de una impresionante investigación europea, que sigue la pista de las quemas de bibliotecas a lo largo de la historia.


GIUSEPPE CASSIERI.
cultural@clarin.com

La escueta nota bibliográfica nos dice que Lucien X. Polastron, nacido en Gascogne en 1944, es un experto en caligrafía, cultura árabe y china. Por lo tanto, no exactamente un historiador o un paleógrafo. Y, sin embargo, Libri al rogo, el texto del que nos ocupamos es tan aguerrido y cáustico en la documentación de esas disciplinas, que supera la ficha de oficio y alienta a seguir las dramáticas experiencias del sujeto aquí tratado, vale decir, el libro. Analizado en su génesis, en su proceso morfológico, en su sacralidad y, a la inversa, en el impresionante martirio sufrido en todas las épocas.

La de Polastron es una motivación clara y sobria: esta investigación no nace por casualidad. Es fruto de un trauma derivado del incendio de la biblioteca de Sarajevo (1992) provocado por los serbios. Una barbarie que precede el saqueo de la biblioteca de Pul-i-Khmuri por los talibanes, el incendio de la biblioteca universitaria de Lyon-II, y el incendio y el saqueo de casi todas las bibliotecas iraquíes (el relevamiento termina en 2003). El lector apasionado por el tema puede aprovechar la cronología selectiva que permite orientarse en la acumulación de los hechos, y luego converger en algunas preguntas recurrentes en el texto. ¿Cuántas prórrogas concede la embriaguez electrónica a la extinción concreta del papel?

Polastron, no renuente por cierto a los saltos cualitativos, se limita a señalar costos y beneficios del nuevo rumbo cuando se detiene, por ejemplo, en el cibercatálogo que —quizá— sustituya a la biblioteca material, aunque a precios prohibitivos; en la deforestación, en la desaparición de "esas cohortes de hormigas que llaman caracteres", en la expansión de Internet, comparada con la "expansión del universo en un devenir incalificable", en la "deaccession" estadounidense y el imperativo editorial: vender o tirar; sobre una literatura en marcha "que ineludiblemente se afirmará, que parecerá nueva y será solamente trans-codificada".

Polastron, discípulo escéptico de Montaigne, no se asoma más allá y vuelve a concentrarse en los destinos del libro en las distintas civilizaciones. Unas veces venerado, otras ridiculizado por los milenaristas que atribuyen a la total ignorancia nuestra salvación, pero siempre maternalmente protegido en un lugar casi místico: Biblion, la biblioteca, que vuela alto en la leyenda de los orígenes y adquiere el valor absoluto del saber. Para los babilonios es el cielo el que se ofrece a la lectura ("el zodíaco alinea los libros de la revelación y las estrellas fijas constituyen los comentarios al margen"); el Talmud afirma que antes de la Creación existía una vasta biblioteca; el Corán lo confirma; los Vedas apuntan más alto: "existía antes de que el Creador se crease a sí mismo". En tiempos más cercanos, el sacerdote y adivino Berosio, inventor del reloj solar, extrapola de antiguas fuentes un título precursor: "Antes, incluso, del Diluvio, la capital del mundo se llamaba Todos-los-libros".

El aval divino no basta, sin embargo, para tutelar el espíritu y el cuerpo de Biblion. "Incendio" es el término más recurrente: incendio doloso y con frecuencia orgiástico. Es verdad que desgastes y calamidades naturales no mezquinan su aporte a la aniquilación de la palabra escrita, de la "palabra pintada"; pero la que gana de lejos es la calamidad humana.

El capítulo sobre los "biblioclastas" pre y post Gutenberg, parece no tener fondo: Alejandro Magno que destruye el palacio de Persépolis con la concomitante pérdida de los originales de Zoroastro; César y las llamas de la mítica biblioteca de Alejandría; el obispo Teófilo que adquiere fama por la destrucción de la segunda biblioteca de Alejandría; Almanzor y la quema de la biblioteca de los califas en Córdoba; la destrucción de la Biblioteca Bizantina por los cruzados; la quema de las bibliotecas taoístas por Kubilai Khan; la destrucción de los libros escoceses a manos de Eduardo I; la quema de las bibliotecas judías en París en 1298; el auto de fe de los libros protestantes en 1559-1560... No menos encarnizados son los biblioclastas de la era contemporánea: desde Mao hasta la Banda de los cuatro y los policías de Sri Lanka que incendian 97.000 volúmenes en la biblioteca de Jaffna; de los auto de fe nazis a los saqueos de los museos de Bagdad y Mossul.

El capítulo sobre los grandes escritores y pensadores que niegan la función sapiencial de Biblion sacudirá quizás a los que usualmente frecuentan en puntas de pie bibliotecas y librerías. Divididos entre "atizadores" y "hierofantes" vamos de Platón a Erasmo, a Rabelais; de Cervantes a Borges, de Orwell a Huxley, de Louis Sébastien Mercier a Marcel Schwob (este último se extiende en el área metafórica y aporta algunas instrucciones: "Construye tu casa y quémala. Ofrece tus hojas al tormento de la voluptuosidad..."), a los surrealistas que en 1942 compilan su texto colectivo, Un cadáver, dirigido a Anatole France "quien podía existir solo como pura emanación de una biblioteca...". Pero juego y paradojas literarias pronto se desvanecen y ceden a una de las reflexiones más angustiosas provocadas por el ensayo: los miles de millones de libros que siguen proliferando en la insostenible economía planetaria, ¿cómo y dónde desaparecerán? Ayer, la quema. ¿Y hoy? ¿Reciclaje o basura?

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